El
relato más importante de las apariciones de Guadalupe es el escrito
conocido como
Nican Mopohua, que en náhuatl quiere decir: “Aquí se narra”. Se
trata de una historia
muy sencilla, en la que un hombre bueno, que representa al pueblo
conquistado y destruido,
disminuido a la categoría de “indiecito” - que lo colocaba en el lugar
del marginado social e incluso religioso -, en sólo cuatro días ve
transformada y enriquecida su vida y la de su pueblo por la
intervención de una mujer que se presenta como su madre.
Es el relato de un acontecimiento profundamente
teológico, al punto que Juan Pablo II lo
calificó como “un gran ejemplo de evangelización perfectamente
inculturada”; es como un libro de teología pastoral. Algunos aspectos
que podrían iluminar nuestra acción pastoral podrían ser los
siguientes:
1. El lenguaje materno
El sábado 9 de diciembre de 1531, Cuauhtlatoat
zin, un ser humano como cualquiera de nosotros,
pero despojado de toda su dignidad y reducido
a simple “indio”, escuchó su nombre cristiano
(Juan Diego) al pasar junto al cerrito llamado
Tepeyac. Subió a la cumbre y se encontró con
una señora cuyo vestido era radiante como el
sol, en medio de cantos de pájaros y rodeada
por un suave resplandor, que hablaba en su
idioma náhuatl; esta señora le dirigió la palabra
en estos términos: «Juantzin; Juan Diegotzin»,
«Juanito, el más pequeño de mis hijos, sabe
y ten entendido que yo soy la siempre Virgen
María, Madre del Verdadero Dios por quien se
vive».
Esta señora, aunque hablaba perfecto náhuatl,
no utilizaba el nombre original de Juan Diego,
sino su nombre cristiano; y con esto le dejó
entender que ella era cristiana. Pero también
lo hizo sentirse amado, respetado y valorado,
puesto que usaba la terminación “tzin”, el
diminutivo que se usa para manifestar reverencia
y cariño en el idioma náhuatl. Otro detalle es
que se presenta también como la madre del
Ipalnemohuani, Teyocoyani, Iloque Nahuaque,
Ilhuicahua Tlaltipaque, nombres con los que los
pobladores de estas tierras conocían a Dios. Este
detalle del lenguaje usado por la Virgen es para
un indio de aquel tiempo lo más dignificante que
puede escuchar; es la re-valoración de aquello
que muchos evangelizadores habían condenado.
Es un lenguaje materno lleno de ternura el que
se deja sentir en todo el relato; un ejemplo podría ser el siguiente: “Por favor presta
"¿Acaso no estoy yo aquí,
yo que tengo el honor de
ser tu madre?" |
atención a
esto, ojalá que quede muy grabado en tu corazón,
Hijo mío el más querido: No es nada lo que te
espantó, te afligió, que no se altere tu rostro, tu
corazón. Por favor no temas esta enfermedad, ni
en ningún modo a enfermedad otra alguna o dolor
entristecedor. ¿Acaso no estoy yo aquí, yo que
tengo el honor de ser tu madre? ¿Acaso no estás
bajo mi sombra, bajo mi amparo? ¿Acaso no soy
yo la fuente de tu alegría? ¿Qué no estás en mi
regazo, en el cruce de mis brazos? ¿Por Ventura
aún tienes necesidad de cosa otra alguna?”
Esta es la manera de hablar de una madre
náhuatl en la que la ternura es autoridad y
rigor al mismo tiempo. Este modo de hablar
era el que siempre escuchaba el indio desde
niño. La sociedad prehispánica funcionaba en
torno a la guerra, en la que los hombres morían
masivamente; por lo tanto, muchos niños crecían
sin sus papás. Por eso, la voz de la madre era la
única que escuchaban; podríamos decir que era
la experiencia de autoridad y amor más común
entre ellos.
Este es un detalle evangelizador de inmensa
profundidad; nos dice que Dios sabia muy
bien que para evangelizar a nuestro continente
era indispensable una Madre apóstol. Así se
incultura el Señor, se adapta y
parte de la experiencia de los más
golpeados; y, al mismo tiempo,
inicia una nueva relación entre los
conquistadores y los pobladores
autóctonos, pues lo que oye Juan
Diego es que la Madre del Dios
cristiano es también la Madre
del Dios mexicano. Por lo tanto
la visión de rivalidad deja paso
de fraternidad: El conquistador y el indio son
hermanos.
2. Reconstruir la casa materna
Los náhuatls identificaban la nación con su
templo; y el templo era su casa, la casa de la
familia... Pero, con la conquista, había sido
destruido el templo de la Madre de la nación.
Esto significaba que ya no había familia, ya no
había nación, es decir, el despojo total para el ser
humano que habitaba estas tierras. Y la primera
cosa que pide la Madre de Dios es una “casita”, un
templo, allí donde ella se encontraba de pie. Sí, era
necesario comenzar por reconstruir la familia; de
lo contrario, no podría haber hermanos; es decir,
no se podría superar la violencia que destrozaba
vidas y enterraba sueños, esperanzas...
Y la Virgen quiere un templo, una casa, para
hacer lo propio de una madre náhuatl: “Consolar,
escuchar el llanto.., curar miserias, penas y
dolores" y “para impedir que sus hijos tengan
más penas y dolores.” Porque “consolando”
y “escuchando”, una madre sabe que sus hijos
crecen, se fortalecen, maduran y cambian.
Pero hay otro detalle y es el fundamental:
Ella quiere su casa en el Tepeyac, que era el sitio
donde había estado antes el templo de la diosa
madre; este cerrito era considerado como el lugar
maternal de Dios. El Tepeyac, por ser el monte
de la diosa madre, guardaba
un afecto único para un pueblo
tan apegado a la imagen
materna. En este lugar tenía su
templo la madre de los dioses
y de los seres humanos que
llamaban Tonatzin que quiere
decir “Nuestra Madrecita”.
La destrucción de este templo
fue como arrancar el corazón
(su raíz profunda) y destruir
el rostro (su identidad),
"La flor y el canto de las aves
para un indio constituyen el
camino por donde baja Dios para
hablar con su pueblo" |
una visión
del mexicano de aquel tiempo; y
por eso desde este lugar Dios
vuelve a hablar maternalmente
a través de la Virgen para regenerarlo.
Y así Dios escogió el lugar
maternal como principio de una
nueva fraternidad. No había
otro sitio mejor para decir a los
pobladores de estas tierras que
todos ellos eran hermanos y no
enemigos.
3. El tiempo materno
El primer dato que nos proporciona el Nican Mopohua
es el tiempo en el que se dio
el acontecimiento: el año
1531. Esto podría parecernos
un dato no muy importante,
pero para los mexicanos de
ese tiempo, cuando escribían
una fecha era porque nacía o
se iniciaba un programa que
Dios les establecía. La Virgen
se aparece a Juan Diego al despuntar el alba,
o sea, aún de noche, como era más adecuado
para el pensamiento indígena, que veía la noche
como el principio de lo grande y bueno. El indio
Juan Diego con este detalle entendió que era
el nacimiento de un nuevo pueblo; y que Dios
había retomado las cosas en sus manos para la
restauración de la dignidad humana del indio.
En esta madrugada se oyen los cantos de los
pájaros y se siente el perfume de las flores; este
es otro detalle que Juan Diego entiende muy
bien: Era Dios que se estaba comunicando con
su pueblo, porque la flor y el canto de las aves
para un indio constituyen el camino por donde
baja Dios para hablar con su pueblo, y es el
modo como el hombre puede llegar a Dios como
principio de todo lo bueno.
El acontecimiento guadalupano se da en la
madrugada, es decir, “cuando aún
es de noche y
ya está amaneciendo”; esta es la expresión típica
en la cultura y religiosidad náhuatl para hacer
memoria del acto creador de los dioses, pues en
la fe del indígena está muy presente que es en la
madrugada cuando se manifiesta la obra creadora
de Dios. Pero también este acontecimiento de
las apariciones de la Virgen se da en los inicios
del “quinto sol”, al inicio de una nueva era
para el pueblo, lo que significaba que no era el
fin del pueblo sino el inicio de un proceso de
reestructuración.
Este acontecimiento se da en cuatro días.
Esto es tremendamente significativo, porque
para la fe y mentalidad náhuatl el número cuatro
significa la perfección, la totalidad, y sobre todo
la intervención de Dios (el equivalente al tres o
al siete en la mentalidad bíblica). El hecho de que
el acontecimiento se haya dado en cuatro días era
lo mismo que decir: Dios está interviniendo para
salvar a su pueblo totalmente. Sí, era el tiempo
de Dios, El no se había olvidado de su pueblo, ni
mucho menos los había traicionado, estaba ahí,
como al principio: “Cuando aún es de noche y ya
está amaneciendo”, es decir, creando de nuevo al
pueblo. Es el tiempo en el que Dios se manifiesta
como "Padre y Madre" que engendra la vida
nueva.
4. Las flores maternales
En un lugar donde sólo abundan los
riscos, abrojos, espinas, cactus...,
ahora brotaban flores en pleno mes
de diciembre, un tiempo no favorable
para la vida de las flores. En el
simbolismo de los indios, una bella
flor es el testimonio de una buena y
sana raíz y al mismo tiempo es promesa
de un buen fruto. Y la Virgen hace brotar
flores para el indio y de este modo le vuelve a dar sus raíces,
su fundamento y la promesa de que
este encuentro de culturas dará un buen fruto para todos los habitantes
del nuevo mundo.
La máxima prueba de cortesía india, de preferencia y
de amor hacia alguien, era darle
personalmente flores. Esto nos permite captar la importancia que tiene
el gesto de la Virgen
cuando le da personalmente las flores a Juan Diego como representante
del pueblo humillado y
disminuido. Este detalle cultural nos hace recordar la eterna opción
preferencial por lo pobres de parte de Dios. La Virgen se dirige a Juan
Diego con las siguientes palabras: “Hijito queridísimo,
estas diferentes flores son la prueba, la señal que le llevarás al
obispo”. Este era el mayor de los
gestos de aprecio para un indio; no hacía falta que añadiera nada más;
pero la Virgen agrega:
“Tú eres mi embajador, puesto que en ti pongo toda mi confianza”.
5. Una imagen maternal que mira
como Dios
En el contexto náhuatl, la comunicación se daba a través de imágenes;
por eso la “imagen” no
era una representación, sino como un “otro-yo”. En este sentido, el
hecho de que a un pueblo que estaba acostumbrado a comunicarse mediante
imágenes, Dios le hable a través de una imagen
de la Madre de Dios estampada en el
ayate o tilma de un indio,
era la más perfecta catequesis
inculturada que resultaba mucho más clara y elocuente, porque entre
ellos la tilma simbolizaba a la persona. Ahora bien, siendo imagen y tilma los símbolos de la
persona,
era claro para Juan
Diego que el indio, el marginado, el excluido, el humillado..., era
también imagen de Dios; y era precisamente éste el mensaje que la
Virgen quiere dar a la Iglesia y a la sociedad de ese tiempo estampando
su imagen en la tilma del indio; y con esto se vuelve a repetir el
Evangelio: “Todo lo que hagáis a uno de éstos mis hermanos más
pequeños, conmigo lo hicisteis.” Este
gesto de la Virgen fue una adaptación magistral a la cultura india, tan
clara y elocuente que se convirtió en el códice de identidad para el pueblo mexicano.
Ya con esto podemos ir notando la genialidad divina
de la evangelización inculturada
del acontecimiento guadalupano: Una imagen de Madre con mirada
compasiva, que no mira de frente sino de lado, así como toda una doncella bien educada,
tal como le enseña la madre a su hija, pero sobre todo porque es así como mira Dios, pues
El no es arrogante, sino que mira al ser humano con respeto y dignidad.
¡Nada más bello podía suceder a nuestros
antepasados, que volver a encontrarse con
la mirada de Dios desde una Madre! Pero tampoco nada más exigente que
aquello de aceptar al colonizador como hermano, y para el colonizador nada más
humanizante que ver en el indio no un esclavo o un salvaje sino a su hermano. Pues
ahora tanto el indio como el español tenían una Madre común. Y con este hecho la
Virgen vuelve a recordamos la petición de Jesucristo: “Padre, que sean uno
como tú y yo somos uno...” (Jn 17, 11). Para concluir podríamos decir que Dios,
con este acontecimiento, nos dice que en América Latina la evangelización
tiene más eficacia si el evangelizador se acerca a las personas con actitud
materna y no con actitud de maestro, tirano o colonizador, porque estamos
frente a un pueblo que puede ser conquistado para Dios sólo mediante la ternura y
no sólo con el saber. Este es el mensaje de fondo del acontecimiento
guadalupano.